jueves, 30 de abril de 2015

Apuntes interesantes sobre el Nombre

A continuación cito algunos apuntes interesantes de Raymond Franz, quién fuera sobrino de Fred Franz (la persona que más influyó en la Traducción del Nuevo Mundo):

"Suponiendo que uno se sienta inclinado a aceptar el argumento de la Sociedad Watch Tower al justificar su inserción del nombre “Jehová” en las Escrituras Cristianas o Nuevo Testamento—aún solamente en esos casos en los que se cita de las Escrituras Hebreas—uno todavía tendría que enfrentarse a preguntas serias. En primer lugar estaría el hecho que hasta en la propia traducción de la Sociedad Watch Tower, con sus inserciones específicas, existen cartas enteras escritas por los apóstoles en las que el nombre “Jehová” está completamente ausente, es decir Filipenses, Primera a Timoteo, Tito, Filemón y las tres cartas de Juan. Cualquier Testigo de Jehová debe reconocer honestamente que sería completamente impensable para cualquier individuo prominente en la organización de los Testigos escribir sobre asuntos espirituales sin emplear el nombre “Jehová” con frecuencia. El escribir cartas de la extensión y del contenido de la carta de Pablo a los Filipenses, o de su primera carta pastoral a Timoteo o de la que escribió a Tito, o el escribir tres cartas separadas de advertencia y exhortación sobre temas cruciales como los que trata el apóstol Juan—el escribir estas cartas sin hacer uso repetido del nombre “Jehová” lo haría a uno sospechoso de apostasía entre los Testigos de Jehová. Sin embargo, en su propia Traducción del Nuevo Mundo el nombre no aparece en ninguna de estas siete cartas apostólicas ni en sus discusiones de puntos espirituales vitales. Aún desde el punto de vista de la Traducción del Nuevo Mundo, uno debe decir que al escribir estas cartas los apóstoles Pablo y Juan no se amoldaron a la norma predominante dentro de la organización Watch Tower. O expresado de manera más correcta, la norma predominante dentro de la organización Watch Tower no se amolda al punto de vista apostólico del primer siglo.

La ausencia completa del nombre “Jehová” de estas siete cartas apostólicas en la Traducción del Nuevo Mundo da más evidencia de que la inserción de este nombre en las otras Escrituras Cristianas es puramente arbitraria, no algo exigido por la evidencia.

En segundo lugar, incluso si fuéramos a aceptar las numerosas inserciones del nombre “Jehová” en las Escrituras Cristianas efectuadas por los traductores (más exactamente, por el traductor Fred Franz) de la Traducción del Nuevo Mundo, tendríamos todavía que afrontar el hecho que los escritores originales de esas Escrituras Cristianas se refieren al nombre del Hijo de Dios con mucha mayor frecuencia. El nombre “Jesús” aparece 912 veces, superando ampliamente las 237 inserciones del nombre “Jehová”.  Esto también es sorprendentemente diferente de la práctica habitual en las publicaciones de la Sociedad Watch Tower, donde la relación es a veces justamente a la inversa. Comenzando particularmente con la presidencia de Rutherford, esas publicaciones revelan un incremento progresivo en el uso del nombre “Jehová”, acompañado al menos por una referencia disminuida al Hijo de Dios, Jesucristo. Sin embargo, Dios mismo afirmó que era Su voluntad que “todos honren al Hijo así como honran al Padre. El que no honra al Hijo no honra al Padre que lo envió.” Los escritores de las Escrituras Cristianas tomaron claramente esta afirmación en serio y su ejemplo debe ser seguido, en lugar de ser descartado bajo la alegación de que no se ajusta a las necesidades de nuestro tiempo.

¿A que se debió el cambio desde los tiempos precristianos a los cristianos?

Como se ha demostrado, a pesar de todas las afirmaciones y teorías, sencillamente no existe evidencia sólida que muestre que el Tetragrámaton aparecía en cualquiera de las Escrituras Cristianas aparte de sus cuatro apariciones en forma abreviada en el libro de Revelación. La evidencia histórica, que evidentemente se remonta en parte hasta unas décadas después del tiempo de los escritos de Pablo, indica forzosamente lo contrario. En vista de la presencia abundante del Tetragrámaton en las Escrituras Pre-Cristianas (Hebreas), con sus miles de apariciones allí, el cambio es ciertamente notable. Si nos enfrentamos a la evidencia conocida, la pregunta es ahora: ¿Cómo puede entenderse ese cambio tan notable? ¿Qué efecto tiene esto en que tomemos a pechos y en que apliquemos las muchas exhortaciones bíblicas de alabar, honrar y santificar el nombre de Dios?
Para entender esto necesitamos comprender lo que significa la expresión “nombre” en las Escrituras y a lo que realmente se hace referencia por el “nombre” de Dios. A menudo limitamos en nuestro pensamiento la expresión “nombre” a una palabra o expresión que distingue a una persona o a una cosa de otra, lo que generalmente se conoce como “nombre propio” o “apelativo” tal como “Juan”, “María”, “Australia” y “Atlántico”. Este es el uso más común del término “nombre” en el habla diaria, y con frecuencia es también su sentido en las Escrituras. Sin embargo, “nombre” puede aplicarse en un número de formas diferentes. A finales de los años sesenta, cuando se estaba preparando el libro de la Sociedad Watch Tower Ayuda para entender la Biblia(hoy Perspicacia para comprender las Escrituras), se me asignó para preparar artículos sobre los temas “Jehová” y “Jesús”, “Cristo” y “Nombre”. En ese momento no encontré ninguna razón para cuestionar seriamente las enseñanzas de la Sociedad Watch Tower sobre el uso extendido del nombre “Jehová” entre los cristianos del primer siglo, e intenté sinceramente apoyar esos puntos de vista. No estaba al tanto de muchos de los factores que se discuten en el presente escrito; otros factores simplemente no me pasaron por el pensamiento debido a que mi mente estaba dirigida a apoyar las enseñanzas de la organización, más bien que a evaluar y probar su validez. Pero al investigar los tres puntos mencionados, me di cuenta de algo con más claridad que nunca antes, y eso fue que la palabra “nombre” puede tener un significado mucho más amplio y vital que el que se le asigna comúnmente. Este entendimiento llegó a ser el fundamento para darme cuenta de cuán estrechamente limitado había sido mi punto de vista sobre varios pasajes bíblicos, y para reconocer eventualmente que la aplicación que hace la organización de ellos es a menudo injustificada.

“Nombre” por ejemplo, puede referirse, no a un “nombre propio” distintivo, sino a la reputación o registro personal. Cuando decimos que una persona “se ha hecho un buen nombre”, o un “mal nombre”, nos referimos no a una expresión o palabra que se utiliza para identificarlo tal como “Ricardo”, “Enrique” o “Juan Pérez”, sino a la reputación que se ha ganado. Lo bueno o malo de su “nombre” no tiene nada que ver con el nombre o apellido que se le asignó. De manera similar, cuando decimos que debido a un mal derrotero una persona “ha perdido su buen nombre”, no nos referimos a su nombre en sentido literal, sino en un sentido mucho más amplio. Así un hombre puede ser conocido como “Justo Buenhombre”, y, sin embargo, en un sentido más amplio puede tener un “mal nombre”. Este “nombre” último es, obviamente, de mayor importancia que el nombre o apelación por el que se le llama comúnmente, debido a que se refiere a lo que realmente él mismo es y a lo que ha hecho. Este sentido más amplio y profundo de la palabra “nombre” aparece con frecuencia en las Escrituras.

“Nombre” puede referirse a la autoridad por la que se hace algo. Eso es lo que se quiere decir cuando decimos “en el nombre de la ley”, o “en el nombre del Rey”. La “ley” no tiene un “nombre” particular en sentido ordinario, y no se hace referencia a un nombre como “Enrique”, “Luis”, o “Juan Carlos”, cuando se dice “en el nombre del Rey”, sino a la autoridad y posición real a la que se apela como base para la solicitud efectuada. En Efesios 1:21, el apóstol habla de gobierno, autoridad, poder y señorío y “todo nombre que se nombra”. Esto muestra claramente que “nombre” representa a menudo autoridad y posición.  En un artículo sobre el Espíritu santo, publicado enLa Atalaya de 15 de enero de 1991 (página 5), la organización se ve obligada a reconocer este sentido de la palabra “nombre” al explicar el significado de la expresión en Mateo 28:19: “bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del espíritu santo”. Puesto que no hay un “nombre” en el sentido común y ordinario que se le haya dado al Espíritu santo, es evidente que el término se utiliza aquí en un sentido distinto. Tan atrás como en La Atalaya (edición en inglés) de 15 de diciembre de 1944 (páginas 371, 372) se hizo la siguiente afirmación:

Bautismo en el nombre del Hijo significa más que en el nombre literal del Hijo, Jesucristo; al igual que nombre representa mucho más que su significado literal. El nombre lleva todo el honor, autoridad, poder y posición que el Padre ha otorgado al Hijo.

Lo que es cierto del “nombre del Hijo” en comparación con su nombre literal “Jesucristo”, es igualmente cierto del “nombre del Padre” en comparación con su nombre literal “Jehová”.
Esta misma expresión “en el nombre de”, puede, por lo tanto, significar también que quien sostiene hablar o actuar “en el nombre de” otra persona, alega tener la autoridad para representar a esa persona.

En última instancia, pues, al hablar del “nombre” de uno, la verdadera referencia puede ser no sólo una palabra o expresión utilizada para designar a un individuo, sino la persona misma, su personalidad, cualidades, principios e historial, lo que él mismo es. (De modo similar, cuando apelamos a alguien “en nombre de la misericordia”, nos referimos a todo lo que representa y simboliza la misericordia). Por consiguiente, sería correcto afirmar que, aunque conozcamos el nombre con el cual se llama a una persona, si no la conocemos por lo que verdaderamente es, no conocemos en realidad su “nombre” en el sentido real y vital.

Al preparar el artículo “Jehová” para el libro Ayuda para entender la Bibliaincluí la siguiente cita del erudito en hebreo, Profesor G. T. Manley:

Un estudio de la palabra “nombre” en el Antiguo Testamento revela cuánto significa esa palabra en hebreo. El nombre no es una simple etiqueta, sino que es representativo de la personalidad real de aquél a quien pertenece.

El “conocer el nombre de Dios” significa, pues, mucho más que simplemente conocer la palabra que lo designa. Al escribir sobre los que sostienen que Éxodo 6:2, 3 indica que el Tetragrámaton o el nombre de “Jehová” se conoció por primera vez en el tiempo de Moisés, el Profesor de Hebreo D. H. Weir escribe:
No han estudiado [estos versículos] a la luz de otros textos; de otro modo se hubieran dado cuenta de que la palabra nombre no hace referencia a las dos sílabas que componen la voz Jehová, sino a la idea que esta expresa. Cuando leemos en Isaías cap. LII. 6, ‘Por tanto, mi pueblo sabrá mi nombre’, o en Jeremías cap. XVI. 21, ‘Sabrán que mi nombre es Jehová’, o en los Salmos, Sl. IX [10, 16], ‘Y en ti confiarán los que conocen tu nombre’, vemos en seguida que conocer el nombre de Jehová es algo muy diferente de conocer las cuatro letras que lo componen. Es conocer por experiencia que Jehová es en realidad lo que su nombre expresa que es. (Compárese también con Is. XIX. 20, 21; Eze. XX. 5, 9; XXXIX. 6, 7; Sl LXXXIII. [18]; LXXXIX. [16]; 2 Cr. VI. 33.)”. (The Imperial Bible-Dictionary, vol. 1, págs. 856, 857.)[37]

Debido a que llegué a reconocer este significado mucho más profundo del término “nombre” en la Biblia, cuando escribí el artículo “Jehová” para el libroAyuda para entender la Biblia, incluí la siguiente afirmación: (pág. 1206)
Conocer el nombre de Dios significa más que un simple conocimiento de la palabra. (2 Cr 6:33.) En realidad, significa conocer a la Persona: sus propósitos, actividades y cualidades según se revelan en su Palabra. (Compárese con 1 Re 8:41-43; 9:3, 7; Ne 9:10.) Puede ilustrarse con el caso de Moisés, un hombre a quien Jehová ‘conoció por nombre’, esto es, conoció íntimamente. (Éx 33:12.) Moisés tuvo el privilegio de ver una manifestación de la gloria de Jehová y también ‘oír declarado el nombre de Jehová’. (Éx 34:5.) Aquella declaración no fue simplemente una repetición del nombre Jehová, sino una exposición de los atributos y actividades de Dios, en la que se decía: “Jehová, Jehová, un Dios misericordioso y benévolo, tardo para la cólera y abundante en bondad amorosa y verdad, que conserva bondad amorosa para miles, que perdona error y transgresión y pecado, pero de ninguna manera dará exención de castigo, que hace venir el castigo por el error de padres sobre hijos y sobre nietos, sobre la tercera generación y sobre la cuarta generación”. (Éx 34:6, 7.) De manera similar, la canción de Moisés que incluye las palabras: “Porque yo declararé el nombre de Jehová”, cuenta los tratos de Dios con Israel y describe su personalidad. (Dt 32:3-44.)

Cuando Jesucristo estuvo en la Tierra, ‘puso el nombre de su Padre de manifiesto’ a sus discípulos. (Jn 17:6, 26.) Aunque ya conocían el nombre de Dios y estaban familiarizados con sus actividades, registradas en las Escrituras Hebreas, estos discípulos llegaron a conocer a Jehová de un modo mejor y mucho más amplio a través de aquel que está “en la posición del seno para con el Padre”. (Jn 1:18.) Cristo Jesús representó perfectamente a su Padre, pues hizo las obras de Él y habló, no de su propia iniciativa, sino las palabras de su Padre. (Jn 10:37, 38; 12:50; 14:10, 11, 24.) Por eso pudo decir: “El que me ha visto a mí ha visto al Padre también”. (Jn 14:9)

Estos hechos dejan claro que los únicos que de verdad conocen el nombre de Dios son sus siervos obedientes. (Compárese con 1Jn 4:8; 5:2, 3.) De modo que la promesa de Jehová registrada en el Salmo 91:14 aplica a tales personas: “Lo protegeré porque ha llegado a conocer mi nombre”. El nombre en sí mismo no tiene poder mágico; sin embargo, Aquel que posee ese nombre puede dar protección a su pueblo dedicado. De modo que el nombre representa a Dios mismo. Por esta razón el proverbio dice: “El nombre de Jehová es una torre fuerte. A ella corre el justo y se le da protección”. (Pr 18:10.) Esta es la acción que toman las personas que arrojan su carga sobre Jehová. (Sl 55:22.) De igual modo, amar el nombre (Sl 5:11), celebrarlo con melodía (Sl 7:17), invocarlo (Gé 12:8), darle gracias (1Cr 16:35), jurar por él (Dt 6:13), recordarlo (Sl 119:55), temerlo (Sl 61:5), buscarlo (Sl 83:16), confiar en él (Sl 33:21), ensalzarlo (Sl 34:3) y esperar en él (Sl 52:9) es hacer estas cosas con referencia a Jehová mismo. Hablar abusivamente del nombre de Dios es blasfemar contra Dios. (Le 24:11, 15, 16.)

Podemos entender esto por el hecho de que el término “nombre” se utiliza de manera idéntica con referencia al Hijo de Dios. Cuando el apóstol Juan escribe “a cuantos sí lo recibieron, a ellos dio autoridad de llegar a ser hijos de Dios,porque ejercieron fe en su nombre”, Juan no se está refiriendo simplemente al nombre “Jesús”. Se refiere a la persona del Hijo de Dios, a lo que Él escomo el “Cordero de Dios”, a su posición divinamente asignada, como Redentor, Salvador y Mediador en favor de la humanidad. Reconociendo esto, en lugar de “ejercieron fe en su nombre”, algunas traducciones leen “creyeron en él” (Versión Popular, Traducción Interconfesional).

¿Probaría que uno es un creyente genuino en Cristo, o su seguidor verdadero, el mero uso del nombre “Jesús”, o incluso el pronunciar frecuentemente ese nombre, o el llamar permanentemente la atención sobre este nombre literal? Obviamente, ninguna de estas cosas por sí misma probaría que uno es verdaderamente un cristiano. Ni tampoco significarían que verdaderamente se está “dando a conocer el nombre” del Hijo de Dios en el sentido real del texto bíblico. Millones de personas hoy día emplean y pronuncian regularmente el nombre “Jesús”. Sin embargo, muchos de ellos representan de forma errónea, y de hecho oscurecen, el “nombre” verdadero y vital del Hijo de Dios, porque su conducta y derrotero están muy lejos de reflejar sus enseñanzas, su personalidad o la clase de vida que Él ejemplificó. Sus vidas no demuestran una conducta consistente con fe la en su poder para proveer redención. Eso, y no el empleo de una palabra particular o un nombre propio, es lo que está involucrado en “creer en su nombre”.

Lo mismo es cierto con relación al empleo del nombre “Jehová”. No importa cuán frecuentemente algunas personas, o una organización de gente, puedan pronunciar ese nombre literal (alegando una rectitud especial en virtud del uso repetido de ese nombre), si no reflejan genuinamente en actitud, conducta y práctica lo que la Persona misma es—Sus cualidades, caminos y normas—entonces no han llegado verdaderamente a “conocer su nombre” en el sentido bíblico. No conocen realmente a la persona o a la personalidad representada por el Tetragrámaton.  El uso de tal nombre no pasaría de ser un mero servicio de labios. Si afirman hablar “en su nombre” pero representan incorrectamente lo que Él mismo declara en su propia Palabra, o hacen falsas predicciones en “su nombre”, o idean e imponen “en su nombre” leyes y normas sin base bíblica, o dictan “en su nombre” juicios y condenas injustas, entonces, de hecho, “han tomado su nombre en vano”. Ellos han actuado de un modo que ni tiene su autorización ni refleja sus cualidades y, normas ni lo que Él mismo es como persona.

Lo mismo es igualmente cierto respecto a utilizar algunas formas del Tetragrámaton con propósitos sectarios, empleándolo como medio de distinguir un grupo religioso de otros grupos religiosos. La evidencia muestra que el nombre “Testigos de Jehová” se desarrolló como respuesta a un interés de ese tipo. De manera similar, el “alabar su santo nombre” o “santificar su nombre” no significa simplemente alabar una palabra o expresión particular, pues ¿cómo puede uno ‘alabar una palabra’ o ‘alabar un título’? Más bien, significa claramente alabar a la Persona misma, hablar con reverencia y admiración de Él y de sus cualidades y caminos, verlo y respetarlo a Él como Santo en sentido superlativo.

El modo concluyente de identificar al Dios verdadero

Obviamente, es necesario identificar a la Persona a quien se alaba. Pero para hacerlo, uno no está limitado al empleo de sólo una designación específica. Los apóstoles y discípulos de Cristo Jesús, que escribieron las Escrituras Cristianas, se refirieron normalmente a Dios como “Dios” en la gran mayoría de los casos. Mientras que en unas 22 ocasiones utilizaron el término “Señor” en combinación con “Dios”, y en unos 40 casos acompañaron el término “Dios” con referencia al “Padre”, en otros 1275 casos simplemente dijeron “Dios”. Es evidente que no sintieron necesidad ni obligación de añadir a ese término otro nombre como prefijo, tal como “Jehová”. El entero contexto en el que escribieron deja claro sobre quién estaban escribiendo.

Así, mientras reconocen el hecho de que hay “muchos ‘dioses’ y muchos ‘señores’” a los que se adora, el apóstol pasa a decir “para nosotros hay un solo Dios el Padre, procedente de quien son todas las cosas, y nosotros para él; y hay un solo Señor, Jesucristo, mediante quien son todas las cosas, y nosotros mediante él.”  Hasta en la versión de la Traducción del Nuevo Mundo podemos notar que el apóstol Pablo no sintió en este momento la necesidad de utilizar el Tetragrámaton para identificar al Dios verdadero entre los diferentes dioses de las naciones. (En esto, nuevamente, el apóstol no refleja el punto de vista y la práctica de la organización Watch Tower hoy día.) Algunos, de hecho, podrían haber entendido que el Tetragrámaton correspondía solamente al “Dios de los judíos”. Las palabras de Pablo en Romanos 3:29 muestran que algunas veces él sintió la necesidad de clarificar que el Dios del cual estaba hablando no estaba limitado de ese modo. Cuando habló a los atenienses, quienes adoraban muchas deidades, él les identificó claramente el Dios verdadero, pero no mediante el uso del nombre “Jehová” o de otra forma similar del Tetragrámaton. Si existe la preocupación por evitar cualquier confusión de identidad, es innegable que ninguna designación identifica más claramente al Dios verdadero que la de “Padre de nuestro Señor Jesucristo”, que se encuentra con frecuencia en los escritos apostólicos.

La revelación del nombre verdadero de Dios a través de Su Hijo

Cuando nosotros como humanos damos a conocer nuestro nombre personal a otros, a ese grado nos revelamos a ellos—dejamos de ser anónimos. Tal revelación también tiene el efecto de producir una relación personal más íntima entre las personas, eliminando hasta cierto grado la sensación de ser extraños entre sí. Sin embargo, como se ha mostrado, , cuando esas personas llegan a conocernos por lo que somos, por lo que creemos, por las cualidades que poseemos, por lo que hemos hecho o estamos haciendo, es entonces solamente cuando llegan a conocer nuestro “nombre” en el sentido más importante. El nombre personal que llevamos es en realidad poco más que un símbolo; no es el “nombre” de verdadera importancia.

Al revelarse a sus siervos y a otros en los tiempos precristianos, Dios utilizó predominantemente, aunque no de forma exclusiva, el nombre representado en el Tetragrámaton (YHWH). Pero la revelación de su “nombre” en el sentido veraz, crucial y vital llegó a través de Su revelación a ellos como Persona suprema, todopoderosa, santa, justa, misericordiosa, compasiva, veraz, con propósito, que cumple sus promesas. Y, sin embargo, la revelación efectuada en ese tiempo fue menor comparada con la que habría de venir.
Es con la venida del Mesías, el Hijo de Dios, que la revelación majestuosa del “nombre” de Dios llega en sentido completo. Como lo dice el apóstol Juan:
Nadie ha visto jamás a Dios; su Hijo único, que vive en íntima comunión con el Padre, es el que nos lo ha dado a conocer.

A través de su Hijo, Dios se revela a sí mismo—Su realeza y personalidad—como nunca antes. Por medio de esta revelación Él también nos abre el camino para que entremos en una relación singularmente íntima con Él, la de hijos con un padre, no sólo hijos de Dios, sino herederos, coherederos con su Hijo unigénito. Así, Juan dice también de los que ponen fe en el Mesías de Dios, Jesucristo: “No obstante, a cuantos sí lo recibieron, a ellos dio autoridad de llegar a ser hijos de Dios, porque ejercieron fe en su nombre”.

Unos pocos años después de que se completase el libro Ayuda para entender la Biblia, la investigación que efectué en conexión con el sentido de la palabra “nombre” sirvió de base para el artículo que apareció en el número de 15 julio de 1973 de La Atalaya, titulado “¿Por qué trae vida la ‘fe en el nombre’ de Cristo?” y otro en La Atalaya de 15 de septiembre de 1973, titulado “¿Qué significa el nombre de Dios para usted?” En esos artículos se presentaron virtualmente todos los puntos relacionados con un significado más profundo de la palabra “nombre” que han sido considerados. Entre otras cosas, el segundo articulo citado comentó la oración de Jesús en la noche anterior a su muerte, en la que le dijo a su Padre:

He puesto tu nombre de manifiesto a los hombres que me diste del mundo…vigílalos por causa de tu propio nombre que me has dado…Y yo les he dado a conocer tu nombre y lo daré a conocer.

Después de preguntar de qué forma dio Jesús a ‘conocer el nombre de Dios’ a sus apóstoles, se citó el siguiente comentario efectuado por Albert Barnes enNotes, Explanatory and Practical, on the Gospels (1846):

La palabra nombre [en Juan 17] incluye los atributos, o carácter de Dios. Jesús había dado a conocer su carácter, su ley, su voluntad, su plan de misericordia. O en otras palabras, les había revelado Dios a ellos. La palabra nombre se usa a menudo para designar a la persona. 

Después de esa cita, el artículo de La Atalaya continúa con los siguientes comentarios:

Por lo tanto, a medida que Jesús ‘explicaba al Padre’ por su propio proceder de vida en la Tierra, perfecto en todo detalle, realmente estaba ‘dando a conocer el nombre de Dios.’ Demostró que hablaba con el pleno apoyo y autoridad de Dios. Por eso pudo decir: “El que me ha visto a mí ha visto al Padre también.” 

Así el “nombre” de Dios adquirió mayor significado para sus seguidores primitivos.

Aunque el artículo de 15 de septiembre de 1973 de La Atalaya contiene varias afirmaciones que reflejan muchos puntos de vista básicos de la organización Watch Tower y que son en realidad de naturaleza sectaria, creo, sin embargo, que es cierto afirmar que en conjunto señala de manera precisa al sentido bíblico de la palabra “nombre”. El artículo resalta de manera regular que hacer cosas “en el nombre de Dios” significa mucho más que meramente emplear o pronunciar el nombre “Jehová”. Puede ser interesante para las personas revisar hoy ese material. Aunque lo que escribí en el artículo fue aprobado por la organización para que se publicase, y, hasta donde llega mi conocimiento, no ha sido refutado, la revista La Atalaya no ha incluido desde entonces información de esta clase. Sus artículos manifiestan casi una desconsideración total por el principio que se presentó allí con apoyo bíblico.

Al condenar a los que clasificaría como “apóstatas”, la revista La Atalaya cita como una “prueba” de su “apostasía” el que ellos no le dan la misma importancia al uso del nombre “Jehová” que le da la organización de los Testigos. Además de lo que ya se ha presentado aquí, existe mucha más evidencia que muestra que, si fuese correcta la utilización que hace la organización Watch Tower de ese término, y ejemplificase el modo apropiado de honrar del “nombre” de Dios, entonces esto mismo convertiría a Cristo y sus apóstoles en “apóstatas”.

La designación preferida por Cristo

En comparación con las 6.800 o más referencias a “Jehová”, las Escrituras Hebreas precristianas contienen solamente unos doce casos donde se hace referencia a Dios como “Padre”. Aun en esos casos, se utiliza ese término principalmente con referencia a la relación de Dios con Israel como pueblo, y no a su relación con los individuos.

Es, pues, solamente con la venida del Hijo de Dios y la revelación que hizo de su Padre, que se manifiesta esta relación íntima. La Traducción del Nuevo Mundo de las Escrituras Cristianas inserta el nombre “Jehová” 237 veces en esos escritos, haciéndolo sin base sólida. No obstante, incluso con esta introducción esencialmente arbitraria de algo que no se encuentra en los manuscritos antiguos de las Escrituras Cristianas, la referencia a Dios como “Padre” es todavía mucho más prominente, pues se hace mención a Él como “Padre” unas 260 veces en esos escritos cristianos—sin necesidad alguna de una introducción arbitraria de ese término por parte de los traductores.
En contraste con la práctica común entre los Testigos de Jehová cuando se dirigen a Dios en oración, Jesús no se dirigió a Él nunca como “Jehová”, sino siempre como “Padre” (empleando esta expresión seis veces en tan solo su oración final con sus discípulos). Incluso en la Traducción del Nuevo Mundo, en ninguna de sus oraciones Jesús se dirige a su padre como Jehová”.  Por consiguiente, cuando ora a su Padre y le dice: “Padre, glorifica tu nombre”, es evidente que el término “nombre” se utiliza aquí en un sentido más completo y profundo, como representando a la Persona misma. De otro modo, sería inexplicable la ausencia total de un apelativo específico como “Jehová” en las oraciones de Jesús. Cuando estaba con sus discípulos en la noche anterior a su muerte, tanto al hablar con ellos como en una larga oración Jesús se refirió al “nombre” de Dios cuatro veces.  Sin embargo, durante toda esa noche, llena de consejos y exhortaciones a sus discípulos, y en oración, no se encuentra referencia alguna a que Él hubiese utilizado el nombre “Jehová”. Más bien, empleó de manera consistente la designación “Padre”, ¡haciéndolo alrededor de cincuenta veces! Cuando murió al día siguiente, el no exclamó el nombre  “Jehová”, sino que dijo: “Dios mío, Dios mío”, y en sus palabras finales dijo: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. Como cristianos, ¿el ejemplo de quién debemos seguir? ¿El de una confesión religiosa del siglo veinte, o el que manifestó el Hijo de Dios en un momento tan crucial?

Cuando Jesús enseñó a sus discípulos a orar, si hubiese seguido la práctica que ha desarrollado la organización Watch Tower entre los Testigos de Jehová, les hubiese enseñado a dirigir su oración a “Jehová Dios” o a incluir ese nombre en algún momento en sus oraciones. En lugar de eso, les enseñó a seguir su propio ejemplo y a dirigir sus oraciones diciendo “Padre Nuestro que estás en los cielos.”

En nuestras relaciones de familia, normalmente no nos referimos o nos dirigimos a nuestro padre como “Juan”, “Ricardo”, “Germán”, o cualquiera que sea su nombre. El hacer esto no indicaría la clase de relación que disfrutamos con nuestro padre. Nos dirigimos a él como “padre”, o de manera más íntima, como “papá”, o “papi”. Quienes están fuera de esa relación no pueden utilizar ese término. Ellos deben limitarse a emplear un apelativo más formal que envuelve un nombre particular.
Así, a los que junto con él llegan a ser hijos de Dios a través de Jesucristo, el apóstol dice: “Y por cuanto sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, el cual clama: ¡Abba [una expresión aramea que significa “papá”], Padre!”  Este hecho juega indudablemente un papel principal al explicar por qué llegó el cambio innegable, pasando del énfasis precristiano en el nombre “Jehová” al énfasis cristiano en el “Padre” celestial, pues no fue sólo en oración que Jesús convirtió ese término en su expresión predilecta. Tal como revela la lectura de los evangelios, en todas sus conversaciones con sus discípulos, Jesucristo se refiere principal y consistentemente a Dios como “Padre”. Sólo si entramos en la relación íntima con el Padre que el Hijo nos abrió, y si la apreciamos profundamente, podremos decir verdaderamente que conocemos el “nombre” de Dios en un sentido completo y genuino.

El Tetragrámaton se cumple a través del hijo de Dios

Sin embargo, existe otro aspecto que puede arrojar luz sobre este cambio definitivo de énfasis. El nombre representado por el Tetragrámaton (YHWH = Yahvé, Jehová) proviene de la forma del verbo “ser” (hayah’).

 Algunos eruditos piensan que se corresponde con la forma causativa de este verbo. De ser así, significaría literalmente “El que causa que sea, el que trae a la existencia”. Esto armonizaría con la respuesta de Dios a la pregunta de Moisés acerca de Su nombre, que dice de acuerdo con algunas traducciones, “Seré lo que seré” Mientras varias traducciones leen, “Yo soy el que soy”,The International Standard Bible Encyclopedia (Vol. 2, pág. 507) afirma sobre la versión:

“Seré quien / lo que seré”…es preferible porque el verbo haya [ser] tiene un sentido más dinámico de ser—no pura existencia, sino llegar a ser, suceder, estar presente—y porque el contexto histórico y teológico de esos primeros capítulos de Éxodo muestra que Dios revela a Moisés, y seguidamente a todo el pueblo, no la naturaleza interna de Su ser [o existencia], sino Sus intenciones activas, redentoras en favor de ellos. Él “será” para ellos “lo que” Sus acciones demuestren que “es”.

Sobre esta base, sería apropiado decir que el nombre representado en el Tetragrámaton (Yahvé o Jehová), con el énfasis en los propósitos de Dios para su pueblo, encuentra su cumplimiento verdadero en y a través del Hijo de Dios. El mismo nombre “Jesús” (en hebreo Yeshua) significa “Yah [o Jah] salva”. En él y a través de él todos los propósitos de Dios para la humanidad encuentran su realización completa. Todas las profecías señalan finalmente a este Hijo Mesiánico, convirtiéndolo en su punto focal. En Revelación 19:10, el ángel le dice a Juan que “el testimonio de Jesús es el espíritu de la profecía”. El cumplimiento de esas profecías emana de él. Así pues, el apóstol puede decir:

Porque no importa cuántas sean las promesas de Dios, han llegado a ser Sí mediante él. Por eso también mediante él [se dice] el “Amén” a Dios, para gloria por medio de nosotros.

La culminación de todas las promesas de Dios y de sus propósitos redentores en y a través de Jesucristo puede, entonces, dar una explicación adicional sobre el cambio que es evidente en las Escrituras Cristianas, en comparación con las Escrituras Hebreas, en cuanto a su modo de referirse a Dios. Esto explicaría por qué Dios hace intencionadamente que la atención se centre abundantemente en el nombre de su Hijo, y por qué su espíritu Santo inspiró a los escritores cristianos de la Biblia a hacerlo así. Ese Hijo es “el Amén”, la “Palabra de Dios”, Aquel que puede decir “Yo he venido en el nombre de mi Padre”, en el sentido pleno y más importante de la palabra “nombre”.

Atrás en el tiempo en que los israelitas estaban viajando hacia Canaán, Jehová afirmó que enviaría su ángel delante de ellos para guiarles. Él dijo que debían obedecer esa guía angelical: “Porque mi nombre está dentro de él”. En un sentido mucho más grande, Dios causó que su “nombre” estuviese en Jesucristo durante su vida terrenal. Así pues, algunos textos de las Escrituras Hebreas que contienen afirmaciones relativas a “Jehová” fueron aplicados en las Escrituras Cristianas al Hijo, siendo evidentemente la base para hacer eso el hecho que el Padre lo había investido con pleno poder y autoridad para hablar y actuar en Su nombre, porque este Hijo dio una revelación de la personalidad y el propósito del Padre en todas las formas, y porque el Hijo es el Heredero real y justo de su Padre.

En todas estas formas pues—por su revelación única e insuperable de Dios, por dar a conocer como nunca antes la personalidad, el propósito y los tratos de su Padre, y por abrir el camino a la relación de hijos con Dios—Jesucristo dio a conocer y glorificó el nombre verdadero y vital de su Padre en los cielos. En oración a su Padre, la noche antes de morir, habiendo dicho con veracidad “Yo te he glorificado sobre la tierra, y he terminado la obra que me has dado que hiciera”, pudo decir apropiadamente: “He puesto tu nombre de manifiesto a los hombres que me diste del mundo. . . . Padre Santo vigílalos por causa de tu propio nombre que me has dado, para que sean uno así como lo somos nosotros”.

La inserción arbitraria oscurece las enseñanzas bíblicas

Uno de los aspectos más serios de este asunto es que, por la inserción arbitraria del nombre “Jehová” en los numerosos casos en los que los manuscritos leen “Señor” (en griego kyrios), la Traducción del Nuevo Mundo a menudo desacredita seriamente el papel y la posición gloriosa que el Padre le ha asignado al Hijo. Considere la discusión que hace el apóstol en Romanos 10:1-17. El argumento de esta sección de la carta de Pablo es la fe en Cristo, que Cristo es “el fin de la ley, para todo el que ejerza fe tenga justicia,” y Pablo discute “la ‘palabra’ de fe que predicamos”, al decir “si declaras públicamente aquella ‘palabra en tu propia boca’, que Jesús es Señor y en tu corazón ejerces fe en que Dios lo levantó de entre los muertos, serás salvo”. A pesar del énfasis completo en la fe en Cristo como Señor en todo el contexto, cuando la Traducción del Nuevo Mundo llega al versículo 13, poniendo a un lado el hecho que el texto griego emplea la palabra para “Señor”, el traductor inserta aquí el nombre “Jehová”, de modo que el texto lee: “Porque todo el que invoque el nombre de Jehová será salvo”. Es verdad que en Joel 2:32 se encuentra una expresión idéntica, y allí se habla de invocar el nombre de “Jehová”. Pero ¿exige este hecho que un traductor pase por alto la evidencia textual de los manuscritos antiguos de los escritos de los apóstoles, o le da esto el derecho de hacerlo, sustituyendo el término “Señor” por “Jehová”? La pregunta debería ser: ¿qué muestran el contexto y el resto de las Escrituras?

Las Escrituras Cristianas hacen obvio que “invocar el nombre” del Hijo con fe, e “invocar el nombre” del Padre no son de ningún modo acciones mutuamente excluyentes. Tanto antes como después de la afirmación citada de Pablo, el apóstol discute que el propósito y la voluntad de Dios son que la salvación provenga a través de su Hijo, el Cristo. Puesto que el Hijo vino “en el nombre de su Padre”, “invocar el nombre” del Hijo para salvación es simultáneamente una invocación del nombre del Padre quien lo envió. Dios se reveló a sí mismo a través de su Hijo, de modo que cualquiera que viera al Hijo, estaba en efecto viendo al Padre. Vez tras vez los discípulos de Cristo hablaron de poner fe en el “nombre” de Jesús, en un sentido más profundo y vital del término. En Pentecostés, después de citar la misma expresión de la profecía de Joel que citó Pablo, Pedro le dijo a la muchedumbre que deberían bautizarse “en el nombre de Jesucristo para perdón de sus pecados”.  Él declaró después ante el Sanedrín: “no hay salvación en ningún otro, porque no hay otro nombre debajo del cielo que se haya dado entre los hombres mediante el cual tengamos que ser salvos”. Al hablar a Cornelio y a otros, Pedro dijo de Cristo “de él dan testimonio todos los profetas, que todo el que pone fe en él consigue perdón de pecados mediante su nombre”. En el momento de la conversión de Saulo de Tarso, Ananías le habló en visión a Cristo de “los que invocan tu nombre”, y cuando Saulo (o Pablo) relató más tarde lo sucedido, citó a Ananías diciendo que Dios quería que Pablo viera “al Justo” y oyera “la voz de su boca”, de modo que había “de serle testigo a todos los hombres acerca de cosas que has visto y oído”. Él afirma que Ananías a continuación le dijo, “Levántate, bautízate y lava tus pecados mediante invocar su nombre [el de Cristo]”.

A la vista de esta evidencia, ¿por qué debería algún traductor moderno pasar por alto la evidencia de los textos más antiguos, y se atrevería a insertar “Jehová” en lugar de “el Señor” en la afirmación del apóstol en Romanos 10:13? En muchos casos el contexto indica claramente que el “Señor” del que se habla es Dios, el Padre. Pero en otros casos, el contexto señala más directamente a su Hijo, el Señor Jesucristo. La alteración del texto de Romanos capítulo diez no es un caso aislado. Las 237 inserciones de “Jehová” en el texto de la Traducción del Nuevo Mundo (en el lugar en donde el lenguaje original del manuscrito dice “el Señor”) tienen el efecto de eliminar la aplicación a Cristo cuando el contexto lo indica o lo permite claramente. Si es la voluntad del Padre glorificar a su Hijo, darle un nombre exaltado y hacer que ese “nombre” sea objeto de fe, ¿por qué debería discrepar cualquiera de nosotros con Su modo de actuar? De modo similar, si los escritores cristianos que fueron apóstoles y discípulos de Jesús, la mayoría de los cuales habían estado con él, habían escuchado sus palabras directamente y conocían de primera mano el modo como se refirió a Dios, no utilizaron el Tetragrámaton en sus escritos, ¿por qué deberíamos nosotros asumir que deberían haber actuado así, y otorgarnos el derecho de editar sus escritos inspirados para incluirlo? Si lo hacemos, ¿estaríamos verdaderamente mostrando respeto al “nombre” de Dios, y sometiéndonos a su soberanía y voluntad? ¿O estaríamos, por el contrario, mostrando un deseo voluntarioso de actuar al margen de esa autoridad, tomando los asuntos en nuestras propias manos, al mismo tiempo que alegamos hacerlo “en su nombre”?

Viendo los símbolos en su perspectiva correcta

En vista de toda la evidencia bíblica, y particularmente del ejemplo de Jesús y sus apóstoles, parece claro que poner la atención y enfatizar intensamente el nombre “Jehová” prueba muy poco respecto a la validez de la afirmación de cualquier religión en cuanto a dar a conocer y santificar el “nombre de Dios” en su sentido más importante. Las Escrituras Cristianas, tal como Dios tuvo a bien preservarlas para nosotros por medio de miles de manuscritos antiguos, no le dan importancia en ninguna parte al Tetragrámaton, en ninguna de sus formas. Muestran que el Hijo de Dios tampoco le dio importancia a esa designación, ni en su habla ni en oración, revelando, por el contrario, que la designación preferida por él era “Padre”. También muestran que los apóstoles y discípulos siguieron el mismo modelo en sus escritos. El negarse a seguir sus ejemplos, tal vez incluso el temor de hacerlo, puede ser el resultado de otro punto de vista erróneo, un error en un juicio de valor.
Los humanos a menudo cometen el error de fijarse en un símbolo y dejan de ver y de dar importancia a la entidad mayor de la cual el símbolo es meramente una representación. Por ejemplo, se respeta apropiadamente la bandera de una nación. El respeto se le debe, no por la tela de la que está hecha, ni por la imagen particular que contiene, sino porque es el símbolo de un gobierno y de una nación y de los ideales que representa. Sin embargo, algunos cometen el error de olvidar que ese emblema nacional no es más que un símbolo; no se puede equiparar de ninguna forma a lo que simboliza. Estos profesan quizás gran reverencia al símbolo, mientras que con su conducta degradan lo que representa, “se arropan con la bandera” a la vez que participan en habla y actos que violan, o que no están en armonía con las leyes y principios sobre los cuales se fundamenta esa nación particular. Como saben los Testigos de Jehová, debido a sus escrúpulos contra saludar cualquier bandera de cualquier nación, algunas personas en Estados Unidos durante los años cuarenta formaron chusmas violentas contra ellos, golpeándolos de manera viciosa, destruyendo sus propiedades. Al hacer esto, esas personas traicionaron las mismas leyes y principios de la nación simbolizada por la bandera, mostrando oposición a los principios de su Constitución y de su sistema judicial. En la nación africana de Malawi, la misma importancia irracional se le atribuyó a la tarjeta del partido nacional, y cuando los Testigos, acatando sumisamente la política y enseñanzas organizacionales, rechazaron adquirirla, fueron golpeados, sus hogares quemados, y forzados a huir del país. En todos estos casos, la importancia extrema y desequilibrada que se le otorgó al símbolo contribuyó a actos que no honraban sino que degradaban lo que el símbolo representaba. El símbolo puede modificarse o hasta sustituirse por otro, sin embargo lo que representa puede continuar igual.
En el campo de la religión, algunos muestran el punto de vista desequilibrado hacia los símbolos. Los israelitas cometieron ese error repetidamente. Por siglos Jehová utilizó el arca del pacto como símbolo de su propia presencia. La nube que aparecía encima de la cubierta del arca (proveyendo evidentemente una luz milagrosa) en el Santísimo del templo simbolizaba de manera similar su presencia. El sugerir que estas cosas podrían cesar un día habría parecido sacrílego a los Israelitas, algo impensable. Sin embargo llegó el tiempo en que Dios permitió que tanto el arca del pacto como el templo mismo fueran destruidos, y que la nube en el Santísimo cesara para siempre. La desaparición de estos símbolos de ninguna manera rebajó su Persona ni su gloria. Más bien, demostró Su superioridad sobre los símbolos mismos. Estos no eran sino una sombra de cosas mejores y mayores, las realidades.

Debido a la forma en que murió el Hijo de Dios, a lo largo de la historia las religiones cristianas en general han utilizado la cruz como símbolo de su muerte y de lo que significa para la humanidad. El apóstol Pablo habló de ese instrumento (llamado “madero de tormento” en la Traducción del Nuevo Mundo) como representativo de la misma esencia de las buenas nuevas que él proclamó. Sin embargo, algunos hacen de ese símbolo algo sagrado en sí mismo, aún hasta el punto de atribuirle prácticamente poderes mágicos, como si ese símbolo fuese un amuleto capaz de protegerlos de la calamidad y de la maldad, de los poderes demoníacos. De ese modo, al pervertir el símbolo supersticiosamente, se muestran falsos al Hijo de Dios, cuyo propósito sobre la tierra está resumido en ese símbolo.

Lo que es cierto de tales símbolos puede ser también cierto de la palabra que se utiliza para simbolizar una persona, incluyendo la persona de Dios. El nombre representado por las cuatro letras del Tetragrámaton (Yahvé o Jehová) es merecedor de nuestro profundo respeto, debido a que figura con gran prominencia en la larga historia de los tratos de Dios con la humanidad, y particularmente con su pueblo escogido de Israel durante el período precristiano. Pero el Tetragrámaton, sea cual sea su pronunciación, es solamente un símbolo de la Persona. Cometemos un grave error si le atribuimos a una palabra—aunque se emplee como un nombre de Dios—importancia equivalente a lo que Él representa, y es mucho peor si consideramos esa palabra misma como una especie de fetiche verbal, talismán o amuleto, capaz de protegernos del daño o del mal, de los poderes demoníacos. Al actuar así, demostramos en realidad que hemos perdido de vista el significado vital y verdadero del “nombre” de Dios. Podemos exhibirlo de manera prominente, como se exhibe una bandera o un crucifijo, pero no probamos nada en cuanto a nuestra reverencia por el Dios verdadero.

Algunos Testigos de Jehová que se han dado cuenta de cuán alejados de las enseñanzas de las Escrituras están muchas de las posiciones de la organización, e incluso algunos que han salido de esa organización, expresan, sin embargo, el sentimiento de que Dios debe hacer algo para corregir la situación. Como ella se autodenomina la “organización de Jehová”, éstos consideran que va a recibir atención especial de Dios. En vista de la evidencia bíblica que se ha discutido, no existe razón para creer que el Dios Todopoderoso, el Padre de nuestro Señor Jesucristo, tenga un interés mayor por un movimiento religioso llamado “Testigos de Jehová” que el que tiene por otras religiones del mundo que indiscutiblemente alegan hablar “en su nombre”, incluyendo los movimientos de la “Iglesia de Dios”, los movimientos de “la Iglesia de Cristo”, o hasta incluso la Iglesia Católica Romana con sus millones de creyentes. El pensar que Dios está obligado a tomar alguna acción especial para limpiar la organización Watch Tower, mientras permite que existan todo tipo de problemas y fallos en las miles de otras religiones, no está, creo yo, basado en ninguna razón bíblica sólida. Ningún pueblo sobre la tierra estuvo más íntimamente conectado con el nombre representado por el Tetragrámaton (Yahvé o Jehová) que la nación israelita, aquellos a quienes se dirigieron originalmente las palabras: “Vosotros sois mis testigos”. Sin embargo, Dios no “enderezó” esa nación, ni lo hizo su Hijo. No tenían el deseo de cambiar (particularmente los líderes nacionales). La evidencia muestra que esa es análogamente la posición de la organización Watch Tower como organización.

El que Dios “escoja un pueblo para su nombre” tiene entonces una profundidad de significado mucho mayor que la mera aplicación de una palabra nominativa, y el que demostremos estar entre los que santifican y proclaman el nombre de Dios exige mucho más de nosotros que el simple uso repetitivo de Yahvé o Jehová, o cualquier otro término en particular. Del mismo que es fácil exhibir o mover una bandera, llevar o besar una cruz, pero mucho más difícil vivir de acuerdo con los principios que se cree que estos símbolos representan, también es relativamente fácil llevar a nuestros labios cierta palabra como un nombre, pero mucho más difícil honrar aquello de lo cual ese nombre o palabra no es más que un símbolo. Honramos y damos a conocer genuinamente el nombre de nuestro Padre en el sentido verdadero sólo si vivimos vidas que demuestran que somos sus hijos, imitándolo a Él en todo lo que hacemos, teniendo a Su Hijo como nuestro ejemplo".